Cuando nos enteramos de que a Γιώργος no le habían concedido la beca de la Fundación Onasis para ir a Granada el año que vine a hacer el máster de ELE, nos pusimos a pensar en qué sería de nuestras vidas, ya que no habíamos ideado un plan B porque estábamos convencidos de que acabaríamos en Andalucía (¡con el currículum de Γιώργος...!).
Tras unos días pensando, Γιώργος decidió que iría a hacer la mili, y empezó a moverse para echar los papeles. Mejor quitárselo de en medio ahora y así cuando termine podrá pensar más libremente en qué hacer, sin nada que lo ate.
Yo, por mi parte, como ya adelanté, pensé que no tenía mucho sentido volver a casa, ahora que llevo un año en Grecia, la he probado y me gusta. Como, además, tengo algo de dinero de la beca de este año, creo que no es demasiado descabellado quedarme en Grecia, al menos un año más. La primera ciudad en la que pensé fue Salónica, ya que desde la primera vez me gustó muchísimo. Además, la casa de Atenas no es nuestra sino de una tía de Γιώργος, así que teníamos que dejarla. Y una tercera razón es que Atenas ya la conozco y ahora quiero ver cómo es vivir en el norte de Grecia.
Una vez hechas las decisiones por separado, las pusimos en común: tras la última visita que teníamos cerrada, otra vez alguien de Twitter, iríamos al pueblo (sería principios de septiembre) hasta que Γιώργος tuviera que irse a la mili en noviembre. Así descansaríamos del bullicio ateniense, estaríamos de vacaciones, pues estrictamente en verano no las hemos tenido entre una cosa y otra, y desde allí yo podría buscar casa en Salónica, ya que está cerca y podría ir en cualquier momento si necesitaba ver algo.
Lo que pasó fue que hubo que adelantar la mudanza unos días por razones de salud de la madre de Γιώργος, y ya que subiría su padre desde Patras con el coche hasta Salónica, donde la operaban, resultó el único momento posible para llevar todas las cosas, incluida una lavadora, al pueblo. Y como ya le habíamos dicho al vallisoletano de Twitter que se quedara en casa, no podíamos dejarlo tirado, así que acordamos que yo me quedaría hasta que él se fuera, cogería el autobús hasta Caterini y llevaría las últimas cosas de la casa.
El padre de Γιώργος llegó de Patras un poco tarde el día de la mudanza, teniendo en cuenta el largo viaje que le esperaba después: hay cinco horas de Atenas a Caterini. Llegó a casa a eso de las cuatro o cinco de la tarde, y se sentó un rato a descansar del trayecto de más de tres horas. Ni siquiera había comido, así que también le tuvimos que poner. Nosotros llevábamos dos días con la casa casi vacía, todas las cosas recogidas (ropa en maletas, libros en cajas), porque tampoco sabíamos exactamente si al final vendría aquel día o el anterior. Lo último que quedaba por desmontar era el ordenador de sobremesa y la lavadora, que tardó más tiempo del previsto porque no sé qué no estaban haciendo bien para inmovilizar el tambor y que no se moviera durante el viaje. Entre hacer esto y bajarlo todo al coche nos dieron más de las nueve de la noche, y a esa hora se fueron; tenían que llegar al pueblo, descargar el coche, pues no podían dejarlo todo dentro, dormir algo y a las siete de la mañana salir para Salónica, donde tenían que estar a las ocho con la madre.
Por cierto, para meter la lavadora en el ascensor había que quitar una de las puertas, y ahí me tienes a Γιώργος desatornillando las bisagras hasta que se dio cuenta de que bastaba con tirar de la puerta hacia arriba para sacarla.
A eso de la una de la madrugada, llamé a Γιώργος para ver cómo iban y me dijo que acababan de hacer una parada en Lamía, a unos 200 km de Atenas; aún les quedaban otros 250 km para el pueblo. Al día siguiente volvimos a hablar por la tarde y me dijo que habían llegado al pueblo a las seis de la mañana, habían descargado todos los trastos y directamente habían vuelto a ponerse en marcha para Salónica. Ni su padre, que conducía, ni él durmieron nada.
En cuanto a mí, me quedé en Atenas con una falda, dos camisetas y tres mudas (y detergente para lavar a mano, por suerte). El primer día fui a dar una vuelta por el centro y acabé en una librería; no pude evitarlo, me compré unos cuantos libros, aunque ninguno muy gordo, y muy bien de precio todos, lo prometo.
Al tercer día llegó el pucelano por la mañana y pasamos unos días (de sábado a jueves) bastante entretenidos. A la Acrópolis y los museos fue él solo, porque yo tenía que ir a varios sitios a dejar cerrados unos asuntos, como devolver los préstamos de verano de dos bibliotecas, y porque no tenía muchas ganas de acompañarlo: por un lado ya lo había visto todo muchas veces, especialmente los últimos tres meses con tanta visita, y por otro me sentía un poco angustiada e intranquila porque tenía que inventarme qué cocinar cada día para gastar toda la comida, terminar de recoger las cosas que habían quedado y calcular si cabría todo en las dos maletas pequeñas con las que me habían dejado. Pero tuvimos varias conversaciones grecolatinofonológicas interesantísimas, que alargaban las sobremesas hasta la hora de la merienda o hasta las dos de la mañana.
El último día él se fue después de cenar porque volaba de madrugada (la cena tuvo que ser un πιτόγυρο para cada uno porque había conseguido gastar toda la comida; solo quedó un poco de arroz, una cebolla, una patata y dos pimientos), y yo terminé de recoger y hacer el equipaje. Al día siguiente me levanté a las siete y media de la madrugada, eché lejía en todos los desagües, lo desenchufé todo, bajé a tirar las últimas basuras y volví a subir para coger el equipaje y cerrar la puerta. Luego me acordé de que se me olvidó dejar el frigorífico desenchufado, el cual tampoco me había dado tiempo a limpiar, pero qué quieres, quedó todo el trabajo para mí y acabé hasta enfadándome, aun sabiendo perfectamente que no era culpa de nadie. El caso es que, una semana y dos días después de empezara la mudanza, llegué por fin al pueblo y la terminé. La mudanza más larga de la que he oído hablar.